Barranquilla-Colombia.
La peor cosa que me puede pasar, es hablar de mí. Dicen que si uno, no
habla bien de uno mismo, quien carajos lo haría. Algo así como, si no sé
quererme, no sabré como querer a otra persona.
No me considero poeta, es mas no soy poeta, pues, no sé ser bellamente convencional.
Esto de escribir es como la misma vida: un caos de muerte y renovación
permanente. Se aprende a diario, es más se aprende a cada instante.
Un poeta a rebasado milimétricamente esas aulas del tiempo y se hace
perfeccionista, alguien que arriba a la cima de la belleza haciendo de la
palabra el cincel adecuado para esculpir la vida en poesía, con un formidable y
único estilo. Pero yo no tengo ni eso. Si tuviera que admitir que tengo un
estilo, me tocaría decirles, “que mi estilo, es no tener estilo”. En ese
sentido, he tenido el atrevimiento de caracterizar mis textos como Antipoesía,
una apuesta particularmente personal, de exorcizar los bajos mundos del
lenguaje, de profanar las delicadas subjetividades de la formalidad con que se reglamenta
el uso de la palabra escrita y en su defecto, las peyorativas condiciones para
escribir poesía.
Con esas condiciones, me he procurado un ‘plaza’ en el intricado espacio de
las artes sistémicas, y he escrito cantidades incontables de textos, algunos
han tenido la enojosa oportunidad de quedar prisioneros en dos libros de
Antipoesía: Poesía Tóxica, con el que me gané el título de Poeta Tóxico,
publicado 2015 y Poesía para Perderse, que vio la luz en el 2018, como producto
de un premio otorgado por el Ministerio de Cultura y otros cientos de textos
que han ido a parar a diferentes antologías Latino Americanas, gracias a la
generosidad de algunas y algunos amigos.